Es presidente y fundador del despacho y la fundación que llevan su apellido, pero se considera tan abogado como docente. Fue uno de los padres del Estatuto de los Trabajadores en la Transición y ha pasado casi 50 de sus 72 años dando clases en la universidad.
Lleva con orgullo la medalla de oro al mérito en el trabajo, porque es una de sus confesadas pasiones. Ama y admira su tierra natal, Navarra, y le han nombrado hijo predilecto de su pueblo, Pitillas. Le apasionan la enseñanza, a la que ha dedicado casi medio siglo, y la abogacía, donde ha conseguido desarrollar uno de los despachos más prestigiosos en su especialidad: el Derecho del Trabajo. Asegura que si volviera a nacer le gustaría hacer exactamente lo que ha hecho en esta vida. Uno de sus logros más valorados: la elaboración del Estatuto de los Trabajadores.
Pregunta: ¿Cómo recuerda la Transición?
Respuesta: Yo era el jefe de relaciones laborales de Dragados, cuando en 1978 me llamó el ministro de Trabajo, Rafael Calvo Ortega, para dirigir el Instituto de Estudios Sociales. Y una vez más, cumplí la canción Si tú me dices ven, lo dejo todo, pasando a hacer un trabajo de tipo más científico e intelectual, con otro descenso de mis ingresos, para desesperación de mi mujer. Allí pasé tres años absolutamente apasionantes, porque tuvimos que hacer toda la labor legislativa de la transición en el ámbito laboral. Y, concretamente, tuve la gran suerte de elaborar el proyecto técnico, con la ayuda de personas varias, del Estatuto de los Trabajadores. Fueron años muy intensos, turbulentos y de mucha intensidad social, pero se logró al final un Estatuto que tiene ya casi 30 años de vida y creo que ha sido una norma que ha cumplido muy bien la misión de ser un marco razonable de convivencia laboral. Me siento muy orgulloso de esa etapa, pero también tenía claro que no quería ser político ni quería estar en la Administración más tiempo del necesario. Por ello, dejé el trabajo por cuenta ajena y fundé el despacho. Después obtuve la cátedra de la Universidad de Alcalá de Henares y de la Complutense y allí me he jubilado como profesor. Han sido 50 años de vida laboral enseñando.
P.: ¿Qué fue lo más complicado?
R.: Mi generación tuvo la suerte de vivir sólo el final más amable del franquismo. La España de los años 70 ya era muy distinta a la de los 50. A mí me prohibieron una conferencia, por ejemplo, pero eran unos años con un ambiente de mucha ilusión, había mucho que hacer. Nunca me ha interesado la política más allá de la responsabilidad como ciudadano, ni he sido militante de ningún partido, aunque tengo mi ideología, que se puede denominar centrista. Teníamos a un gran ministro, muy sensato, muy asentado en la realidad y con mucho sentido común, con un pensamiento político muy templado. Realizábamos una labor que era un poco el termómetro de cómo estaba la sociedad. Yo le decía a Abril Martorell, que era el todopoderoso vicepresidente económico, y a Calvo Ortega, que podían hacer un Estatuto de una raza u otra, pero tenía que ser identificable. Se hizo un texto equilibrado, que conciliaba intereses de trabajadores y empresarios de una manera razonable. UGT aceptó el Estatuto cuando se recogieron enmiendas en el Congreso de los Diputados a través del Partido Socialista; Comisiones Obreras estuvo siempre muy en contra, aunque luego lo ha aceptado. Marcelino Camacho se me quejaba mucho diciendo: “Sagardoy, nos das menos que Franco” porque a la hora de regular la indemnización por despido se rebajó de 60 a 45 días por año. Yo, en tono de broma dentro de la buena relación que teníamos, le contestaba: “Es que antes estabas en Carabanchel y ahora vas a La Moncloa todos los días”. En definitiva, era un cambio de libertades públicas por una moderación de los derechos individuales que el franquismo dio de un modo notable para compensar la pérdida de las libertades que no tenían los trabajadores, como eran la huelga, la negociación colectiva y la sindicación.
P.: Otra de sus grandes pasiones ha sido la enseñanza, a la que ha dedicado casi 50 años. ¿Qué importancia tiene la educación?
R.: El mayor tesoro y a la vez el mayor fracaso de una sociedad son la educación y la incultura respectivamente. La educación engloba dos facetas muy distintas: una, la forma de comportarse civilizadamente; otra es la instrucción, el saber cosas. Yo creo que en ambos campos hemos retrocedido. Hay una falta de respeto a la veteranía, a la experiencia, a los años, que en nuestra época teníamos mucho más. Sucede una cosa curiosísima: las pocas veces que ayudo a mis nietos a repasar la lección, estudian unas cosas complejísimas, pero saben mucho menos que nosotros de Geografía, Filosofía e Historia. Ha habido un abandono de las Humanidades que son las que quizás más nos formaron. Además, la televisión y la ausencia de lectura han sido una verdadera catástrofe para la gente joven. Leer es uno de los grandes bienes.
P.: ¿Quién es el culpable?
R.: Es una culpabilidad compartida por la familia, debido a que la complejidad de la vida actual provoca que los padres ya no puedan dedicarse a los hijos como antes, que es como mejor se aprende la educación como modo de comportarse. Los políticos también, porque han utilizado la educación como un botín de guerra de los partidos, cuando se trata de un bien de Estado y eso es un verdadero desastre. Los docentes, probablemente, también tengamos una parte de culpa por no haber sabido transmitir bien las cosas o tener más autoridad, pero no es el estamento más culpable.
P.: ¿Se siente más educador o abogado?
R.: He sido una simbiosis muy equilibrada. Me ha entusiasmado enseñar, por eso no he dejado de dar clases. Y me ha encantando la abogacía, que me ha parecido un modo de expresar mis conocimientos. Esa combinación de teoría y práctica es muy buena para ambas facetas.
P.: ¿Cuáles han sido las claves de su éxito profesional?
R.: El afán de triunfar en el mejor sentido de la palabra. Plantearte todas las mañanas el reto de ser mejor, de ir más allá, el afán de lucha, de superarse. Lo contrario, la pereza, el conformismo y el sedentarismo es lo que no hace avanzar a las personas ni a las instituciones. No creo en absoluto que el afán de ganar dinero sea un elemento de triunfo, sino más bien lo contrario. A los jóvenes les digo que eso viene siempre por añadidura, si uno hace las cosas bien.
P.: ¿Cómo es su vida ahora?
R.: Me levanto a las ocho de la mañana, hago gimnasia sueca durante veinte minutos, ando media hora excepto los días fríos y vengo al despacho, donde permanezco hasta las seis y media de la tarde, salvo cuando salgo a conferencias, reuniones, etcétera. En casa procuro escribir y pasear otra vez al atardecer. Si puedo y no tengo cenas, procuro estar descansando a las once de la noche. Dedico tres cuartas partes de mi tiempo al despacho: haciendo labores de organización y trabajos jurídicos, y una cuarta parte a la Fundación. Todos los fines de semana voy al campo, donde hago mucha vida al aire libre, estoy con mis hijos y nietos, leo y preparo conferencias y artículos oyendo música, desde el jazz a arias de ópera y jotas navarras, que me siguen llenando de emoción y de recuerdos. Leo ensayos de tipo jurídico, me encanta la filosofía del derecho y llevo unos años volcado en la novela histórica, fundamentalmente de la época medieval.
P.: ¿Qué le emociona?
R.: Todo lo que es ternura y afecto. Y los fenómenos naturales, tanto las tormentas como las puestas de sol, que además me hacen sentir en mi dimensión humana muy ajustada, que siempre es pequeña.
P.: ¿Cómo definiría el estado máximo de felicidad?
R.: A la una de la tarde, con un buen amigo, delante de un plato de jamón y un vaso de vino, con paz interior y apetito. Ese rato del que ya no disponemos en Madrid, que teníamos en nuestra juventud.
P.: ¿Cuándo piensa retirarse?
R.: A los 75 voy a dar un primer paso, reduciendo a la mitad el trabajo diario del despacho y de estar en primera línea. Y a los 82 años, el definitivo si Dios me da salud, aunque será muy difícil dejarlo todo, pero al menos sin horario.
P.: ¿A qué le gustaría dedicarse a partir de ese momento?
R.: A viajar por España, porque tenemos inmensas cosas por descubrir, estar mucho en el campo, leer y profundizar en el mundo misterioso de la tecnología. No me he aburrido nunca. Tengo en grado alto, para desesperación de mi mujer, la enfermedad de estar en constante movimiento. La última frase que manejo para mi lápida es “A quien aquí yace le faltó tiempo”.
P.: ¿Qué le gustaría ser de mayor?
R.: Lo que soy. Haría exactamente lo mismo que he hecho. No he tenido ninguna carencia notable, salvo tocar el piano y la guitarra, y sí muchas satisfacciones. Y he tenido la suerte de hacer lo que me gusta y vivir de ello. A mi nieta mayor, Alejandra, de 15 años, le di esta definición de libertad: uno es libre en la medida en que ama aquello de lo que depende. Si no, eres un esclavo.
M.H.